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Foto del escritorJessica Galera Andreu

Fugaces

«Era una noche tan fría que hasta los árboles tiritaban. Ningún animal se atrevía a salir de su guarida y las blancas calles dormían totalmente desiertas. Las chimeneas escupían convulsivamente las sobras de las casas y los cristales empañados de las ventanas impedían ver el interior de las familias.


»Esa noche tenía un trabajo que realizar y nada ni nadie en el mundo me impediría ejercer mi encargo. Tal vez fuera la última vez en mi vida, pero, ni el clima más despiadado ni el deseo por el calor de mi dulce hogar me harían desistir en mi cometido.


»Volví a comprobar mi puñal, la cuerda y mi ansiedad, y sin más demora, me adentré en el pueblo… »


Dadas las condiciones del entorno en aquella noche oscura, logré pasar inadvertido y todo discurrió sin sobresaltos hasta que el estallido de unas risas, acompañado de unas sonoras palmadas, me hicieron detenerme. Trepé hasta la ventana de aquella casa y limpié la humedad que empañaba el cristal para poder espiar su interior. La familia parecía feliz entre los papeles de regalo que inundaban la sala. Había tantos paquetes que, por un instante, llegué a pensar que debían de haber acabado con todas las reservas de la fábrica de Santa Claus.


El arbolillo parpadeaba en el interior del salón con un estallido de luces multicolor mientras el mayor de los tres hijos de aquel matrimonio, se mantenía sentado en el suelo con la vista clavada en su nueva tableta. Parecía totalmente absorto; tanto como su hermana, una niña de rubias trenzas que se mostraba fascinada con su muñeca recién adquirida. Esta lloraba con un sonido de lo más convincente al tiempo que dos enormes lágrimas se le descolgaban desde los ojos. Llegué a sentir miedo.


La más pequeña de las niñas, por su parte, fingía hablar a través de su teléfono móvil de juguete, tras lo cual dio tres palmadas que atrajeron la atención de un endemoniado perro a pilas, originando que este acudiera moviendo la cola. A mitad de camino, el can motorizado se detuvo, alzó una pata y fue capaz defecar. La niña sonrió, entusiasmada, y recogió con encomiable emoción el obsequio adquirido, una mona caquita de color rosa y entrañable sonrisa.


-¡Por las plumas de un ganso!


No pude seguir mirando. Horrorizado, regresé al suelo y retomé el camino hacia mi particular destino. Ya había perdido suficiente tiempo. Aquella noche había visto cosas terroríficas, viles amenazas de un destino cruel, y ni siquiera el más exultante jolgorio lograría enmascararlo.


Entré en el viejo almacén pasadas las doce de la noche. Aparentemente era el último en llegar y todos los allí presentes me dedicaron una mirada acusadora. Por momentos, llegué a sentir que no era uno de ellos.


Me abrí paso con mi habitual seguridad y llegué frente a Teddy, el osito líder. Su expresión no era mucho más amable que la del resto.


-Llegas tarde, Dolly -dijo con voz rasposa. No en vano, tenía el cuello zurcido como un calcetín.


-Lo lamento -me disculpé.


-Parece que no eres consciente de la gravedad de la situación.


-Lo soy, mi señor. Pero mis patas cortas no me permiten avanzar con mayor premura. Además, pierdo espumilla por la pata derecha. Solo soy una oveja de peluche, os lo recuerdo.


Patty, la muñeca de trapo harapienta, me miró con desdén. Acabáramos... Nunca nos habíamos llevado bien.


En efecto, los viejos juguetes nos habíamos conjurado aquella noche, hartos de vernos suplantados por esos artefactos electrónicos que amenazaban con lanzarnos al olvido. No lo permitiríamos; no sin luchar.


Nosotros habíamos llenado las horas de juego de los niños en tiempos más sencillos y menos ostentosos. ¿Cómo podían sustituirnos así? ¿Acaso no habíamos significado nada para ellos? ¿Para ninguno de ellos? Evité pensar en Nadia y en la noche que decidió guardarme en aquel viejo arcón. No. No nos haríamos a un lado.


Yo, una vieja oveja coja y sucia. El osito Teddy y su raído pantalón multicolor. La muñeca de trapo, convertida en eso, un trapo o la bailarina sin piernas. El soldadito desgastado o el barco sin velamen. Aquel viejo proyector fundido o la comba, a la que le falta un buen trozo. No éramos más que un montón de juguetes viejos y estropeados, pero juntos conformábamos una infancia de recuerdos, risas y mil aventuras que hoy yacían moribundas en el fondo de un baúl; eso, el que no había tenido la dedicha de acabar en un vertedero.


La sombra del trineo me arrancó de aquella nostalgia inoportuna que amenazaba con descentrarme, pero no lo hizo. El tirachinas entró en acción, junto al pequeño ejército de figurillas en el que faltaban más de la mitad, y el vehículo volador volcó, ocasionando que las riendas que ligaban a los renos se rompieran y estos huyeran despavoridos cielo a través. El propietario del trineo cayó justo sobre nosotros. Lo teníamos calculado. Muy bien calculado. Observamos que su peculiar vehículo se mantenía flotando en el cielo, levitando en un suave vaivén mientras Papá Noel quedaba apresado entre el lazo de nuestra cuerda. El viejo tren de vapor y yo mismo nos habíamos encargado de ello, y ambos manteníamos el lazo tensado mientras Teddy amenazaba la integridad de Santa con el puñal de WarMan, aquel muñeco guerrero que había pasado a mejor vida tras perder la cabeza. Honraríamos su memoria.


-¿Qué significa esto? -preguntó Santa, indignado.


-Eso es justamente lo que nosotros queremos saber-escupió Teddy. Eso y la pelusilla que se le salía por la boca y cuya pérdida progresiva lo había hecho adelgazar varios kilos-. ¿Qué clase de juguetes estás llevando a los niños?


Santa Claus nos escrutó a todos con el ceño fruncido.


-Solo les llevo lo que piden.


-¡Esos juguetes no les permiten imaginar nada! -exclamó Patty-. Lo hacen todo solos.


-Sí -intervine- y no quieras saber lo que hacen.


Santa Claus suspiró hondamente, como si aquella pequeña rebelión no le sorprendiese.


-Los tiempos cambian y los niños también. Los juguetes que quieren ahora son... más modernos. Tenéis que aceptarlo.


-¡No podemos aceptar tal cosa! -exclamó Teddy, cuya espumilla seguía acumulándose a su alrededor-. Si continuaras llevándonos a nosotros, ellos no se encapricharían con esas idioteces y...


-¡Eh, tú! ¿Cuál es el problema?


Alzamos la mirada al cielo y topamos con un rostro asomando desde le trineo. El tipo se descolgó a través de un cabo de cuerda y colocó sus patas sobre el regazo de Santa Claus. Era un muñeco de peluche, similar a mí mismo, una oveja, pero su nariz roja se encendía en distintos colores y era capaz de mover sus patas en secuencias de seis bailes distintos. Rumba, tango, salsa, cumbia, samba y reggeateon. No tenía ni la más remota idea de qué era eso último, pero tampoco me importaba.


-No estamos hablando contigo -espeté, molesto. ¿Por qué tenía que meterse aquella cosa?


-Sois historia, mentecatos -exclamó él, con soberbia-. Soy Pimpón, el bailón y triunfo entre los críos. Vosotros solo sois deshecho y resulta indignante que secuestréis a Santa en una noche como la de hoy. Papi tiene mucho trabajo, ¿lo sabéis?


-Papi... ¡Esto no va contigo! -bramé furioso-. Y cállate antes de que se te fundan los plomos.


-Muchachos... -intervino de nuevo, la voz pausada de Santa Claus-. Esto es absurdo. Como os he dicho, llevo a los niños lo que piden y los tiempos cambian. Eso no significa que no vayan a recordaros, pero... vuestros días ya pasaron. Mis elfos trabajan a toda mecha para satisfacer las solicitudes de esos pequeños y yo, para hacérselas llegar. Dejadme... o presentaré una queja al Gremio del Juguete.


La amenaza no era moco de pavo, así que nos miramos y tras comprobar que Teddy se había deshecho por completo, aflojamos el agarre del cabo y Santa pudo ponerse en pie.


-Lo lamentamos.


Nos habíamos rendido demasiado pronto, cierto. Pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? Solo éramos viejos cacharros pretendiendo secuestrar y boicotear a un símbolo de la Navidad. Si los niños nos profesaban ya la más absoluta indiferencia, acabarían dedicándonos también un profundo odio por dejarlos sin sus nuevos y sofisticados juguetes.


El tipo silbó y los renos regresaron en poco tiempo. Después, con la ayuda de la oveja ortopédica, regresó al trineo y, tras dedicarnos una mirada cargada de lástima, se perdió en la negrura como una de esas estrellas.


Los juguetes nos miramos, resignados, tal vez, a las palabras del juguetero. Quizás no habíamos querido aceptar la realidad, pero esta nos explotaba en las narices... el que tenía la suerte de conservarla.


Barrimos a Teddy con la intención de rellenarlo en algún sitio y, poco a poco, fuimos abandonando el lugar. No nos atrevimos a hablar. No había más que decir. Nuestra pequeña rebelión había sido un efímero sueño. Volví a alzar la cabeza y miré de nuevo las estrellas; tal vez, después de todo, no fuéramos tan parecidas. Ellas eran astros de luz, longevas en su mayoría. Y nosotros solo pedazos de trapo y espumilla -algunos más que otros-.


Mientras regresaba a casa -el viejo arcón al que Nadia me había destinado-, oí un ruido que me inquietó y pude ver a un pequeño rebuscando entre la basura, donde se apilaban las cajas de juguetes que los críos habían abierto durante la noche. Indagaba en el interior de estas y las sacudía junto a su oído, como si tratase de oír algo dentro de ellas. Al verme, el niño dejó de hacerlo y se acercó, henchido de curiosidad. Me hice el muerto cuando me tomó entre sus manos y reconocí el brillo en sus ojos, aunque era la primera vez que veía a aquel chico. Nadia me había mirado así aquella noche en la que salí desde un papel de regalo para encontrarme con sus ojos verdes. Sonrió y me acunó contra su pecho. Dijo que siempre me querría. Hoy solo tiene ojos para ese bebé pelón que pide comida todo el tiempo y se hace caca en el pañal.


-¿Eres un juguete? -me preguntó el chiquillo.


Asentí, dubitativo. No quería que se asustara. Rebuscó en su bolsillo y sacó dos monedas de bronce.


-¿Y cuánto cuestas? -me preguntó.


Aquellas monedas ni siquiera eran de verdad. Pero aquel pequeño estaba dispuesto a entregar todo lo que tenía por llevarme a su lado. Sonreí y el ojo izquierdo se me descolgó. Genial, qué gran campaña de promoción. No me atreví a responder, pero el niño recogió mi ojo y a mí mismo.


-Mi mamá podrá coserlo -dijo entonces, devolviéndome la sonrisa.


-No cuesto dinero -anuncié satisfecho-. Ya no.


-Mi papá dice que en este mundo todo cuesta dinero, si lo consigues de manera honrada, y yo tengo monedas. Tal vez pueda pagar tu precio. Quiero que Joy tenga un regalo esta noche, pero en casa no hay más dinero que este. ¿Será suficiente?


Lo miré, emocionado.


-¿Quién es Joy? -pregunté.


-Joy es mi hermana pequeña. Tiene cinco años. Le encantarías.


Suspiré, aun a riesgo de acabar como Teddy.


-Con ese dinero te bastará -respondí.


-¿Y a quién tengo que pagárselo?


Reflexioné durante unos segundos.


-Supongo que a Nadia. Es... era mi propietaria. Vive cerca de aquí.


Lo guie hasta mi antiguo hogar. Desde lejos ya se oían las risas y los llantos de sus nuevas muñecas. Prefería no asomarme a la ventana y ver repetida la escena que había vivido en otro hogar aquella misma noche; al fin y al cabo, resultaba fácil imaginarla. Ella estaría entusiasmada con sus juguetes electrónicos y yo no sería ni un vago recuerdo con el que compararlos.


El niño introdujo las dos monedas en el buzón y se agachó para hablar conmigo.


-¿Entonces, quieres venir a casa ? No es tan grande como esta ni muy caliente, pero cuidaremos de ti para siempre. Te lo prometo.


-No hagas promesas que no puedes cumplir... -prolongué mi frase, consciente de que, si bien conocía el nombre de su hermana, no conocía el suyo propio.


-Me llamo Gaby.


-Gaby.


Sonreí mientras él me llevaba entre su pecho y su chaqueta raída. Caminamos a través de las húmedas calles, flanqueados por las risas, los villancicos y las luces que se escuchaban en las casas colindantes, pero la de Gaby no tenía nada de eso. Era pequeña y oscura, fría y húmeda. Abrió la puerta sin llamar y encontramos a su madre cosiendo a la luz de una vela. Su padre yacía endormiscado sentado junto a ella con un libro abierto sobre su pecho. Y una niña pequeña pintaba sentada sobre la mesa; también a la luz de una vela.


Apenas pude distinguir nada en aquella casa en penumbra, pero la temperatura era prácticamente igual a la de la calle.


-Gaby, ¿dónde estabas? -preguntó su madre-. No me gusta que salgas solo a estas horas, ya lo sabes.


El padre abrió los ojos ante la voz de la madre y se irguió en su sitio.


-Tu madre tiene razón. Podría ser peligroso.


-Le he traído una sorpresa a Joy.


La interpelada alzó la cabeza y corrió hacia su hermano, con los ojos brillantes.


-¿Qué es, qué es?


Gaby me sacó de entre su ropa y me mostró como si yo fuera la mayor maravilla del mundo. Los ojitos de Joy brillaron aún más y me apretó contra su pecho en el abrazo más cálido que me habían dado en la vida.


-¡Qué bonito, me súper encanta!


- Gaby, ¿de dónde has sacado eso? -preguntó su madre.


-Estaba en la calle.


El padre se puso en pie y me cogió entre sus manos. Estaban llenas de durezas y heridas, pero no me resultó incómodo su tacto.


-No podemos quedárnoslo. No es nuestro.


-Pero he pagado por él.


-¿A quién?


-A su antigua propietaria, una niña que se llama Nadia. Dolly me lo dijo. Ella ya no lo quiere, así que dejé mis monedas de bronce en el buzón de su casa.


El hombre sonrió y se volvió mirando a su mujer con ternura.


-Gaby, no es tuyo -dijo esta.


-¡Papá, por fi, por fi, deja que me lo quede! -suplicó Joy, agarrándose a la cintura de su padre.


-Es un juguete viejo -observó el hombre- y está un poco estropeado. Supongo que es normal que ya no lo quieran. Tal vez sí podríais... Ojalá pudiera compraros mil juguetes a cada uno -murmuró con un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos.


-¡Pero si este es el juguete más bonito del mundo! -exclamó Joy, recuperándome entre sus manitas.


La madre de la pequeña se puso en pie y se acercó a su marido para abrazarlo.


-Puedo coserlo. Lo lavaremos y quedará como nuevo.


-¡Y yo lo cuidaré por siempre, siempre, siempre! -exclamó Joy-. Te lo prometo.


Gaby sonreía entusiasmado.


En aquel momento desvié la mirada hacia la ventana y encontré allí a Patty, a lo que quedaba de Teddy, al soldadito... Sonreí y Gaby siguió mi mirada. Jamás podré describir la cara de asombro de aquel niño. Corrió hacia fuera, seguido de su hermana y de sus padres y llevó hasta su casa la caja que contenía a todos mis compañeros de batalla. Durante horas, nos observaron y se deleitaron a pesar de nuestra sencillez.


Aquella noche, vivimos mil aventuras todos juntos, como lo habíamos hecho tiempo atrás. No sabía si aquella promesa que los dos hermanos habían hecho se rompería alguna vez, pero solo podía ver ilusión en ellos y supuse que siempre habría gente más sencilla disfrutando de cosas más sencillas. Nosotros no éramos grandes juguetes y, sin embargo, era todos los juguetes que ellos tenía.


Éramos viejos, estábamos rotos, pero habíamos llevado felicidad a aquel humilde hogar sin venir envueltos en grandes paquetes de papeles multicolor.


Cuando el sueño les venció, nos llevaron a la cama con ellos y a pesar del frío, nos envolvió una bonita calidez. Alcé mi cabeza ovejera al oír unos cascabeles y salí de entre los brazos de Joy para ir hasta la calle. El trineo levitaba a poca altura y su propietario me miraba, sonriente.


-No subestiméis lo que sois capaces de hacer -me dijo-. En la vastedad del universo también existen estrellas fugaces, hermosas luces que pasan por la vida de algunas personas con una estancia efímera. Pero me gusta pensar que esas estrellas encuentran en el universo un lugar en el que su luz brille para siempre.


Supongo que el tipo no era tan malo, después de todo.


-Gracias, Santa. Y feliz Navidad.


Imagen: 41330 (Pixabay).

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