Me gusta imaginar el cielo como un escudo de bronce con el que trato de proteger todo lo que un día viví aquí, lo que aprendí en este lugar privilegiado. Lo envuelvo entre los suaves contornos del sol del ocaso, entre la fresca hierba que flanquea los caminos enlosados de piedra gris y entre los bosques que se extienden allá en la lontananza, encerrando el valle, abrazándolo. Después, el astro rey empieza a descolgarse sobre el firmamento, sus rayos oblicuos proyectan una luz anaranjada a través de las nubes que le confiere al mundo un aspecto dorado. Como esos tesoros que buscan los hombres y que parecen poseer más valor cuanto más brillan, cuanto más pesan. Así guardo yo esa vida de recuerdos que late en el silencio de este sitio.
Cuando él llegó, yo ya vivía aquí, y desde el primer día en que lo vi, me fascinó por completo. Me podía pasar las horas muertas mirándolo. Solía venir todos los días con su cámara de fotos e invertía largos minutos en buscar el mejor enfoque, el ángulo más favorecedor, aquel que capturase toda la esencia de lo que encierra cualquier cosa, por insignificante que parezca. Sin duda alguna, ponía mimo en lo que hacía y eso dejaba patente su amor por la fotografía.
Si hablaba con alguien, solía explicarle que en aquellas imágenes, capturaba momentos únicos que nunca antes habían sucedido y que nunca más volverían a suceder, aunque en los breves lapsos del inconmensurable tiempo, las diferencias no pudieran apreciarse. Yo lo oía hablar con esa voz serena y pausada, y aunque no entendía bien a qué se refería, escucharlo era como el arrullo del agua en una tarde de verano, como muchas de esas que fueron testigo de nuestras meras presencias.
Me encandilaba verlo con aquella sonrisa tranquila que parecía no ser consciente de todo cuanto irradiaba, de la luz que podía concederle a un día gris solo con la forma que tenía de mirar el mundo, de ver las cosas.
En cierta ocasión lo sorprendí fotografiándome. Nunca se había acercado lo suficiente como para que yo pudiera imaginar que le gustaba, que algo en mi banal presencia pudiera llamar su atención, pero nunca se escondió para hacerlo. A partir de ese momento, parecía haberse centrado solo en mí. Desde diferentes posiciones, más cerca, más lejos, empezó a fotografiar distintas partes de mí y yo no podía creerlo. No me molestaba en absoluto. Al contrario. En aquel maravilloso universo de colores, formas, ángulos y tonalidades, yo era tan vulgar que nunca entendí su predilección hacia mí. Jamás cruzaba una palabra conmigo. Solo se limitaba a colocar su cámara de fotos y captar mi esencia desde uno y otro lado. Y yo me sentía la criatura más fascinante del mundo, única, especial, dueña de una luz diferente que nadie más era capaz de proyectarle.
Después, desapareció. Sin más, sin previo aviso, sin una razón que pudiera justificar su ausencia, me faltó la luz de sus ojos, sus perenne sonrisa; me faltó el aire mismo. El tiempo me trajo un vacío extraño vestido de soledad. Nunca antes la había sentido de ese modo, tan pesada, tan profunda, casi asfixiante.
Hasta el valle llegaban muchas personas todos los días, especialmente en las apacibles tardes de primavera y en las calurosas noches de verano, cuando el cielo se vestía de lentejuelas y el titilar de las estrellas emulaba mi propio temblor. Nunca la soledad fue completa de un modo físico para mí y sin embargo... nadie miraba las cosas de esa forma especial en que lo hacía él, con la curiosidad de un niño y la pasión de un enamorado, con la latente nostalgia de un viejo o la admiración de quien tiene algo único ante sí. Y en esos días aciagos me aferré a la idea de que la luz de las cosas irradia en los ojos de quienes las miran y las admiran, que por uno mismo, nadie es capaz de brillar; ni siquiera las estrellas que se habían apagado para mí por más que un fuego devorador las prendiera allí, en esa distancia imposible.
Y en su ausencia me hice fuerte. El paso del tiempo convirtió en costumbre la soledad y yo simplemente tomaba aire y volvía a soltarlo; me limitaba a transcurrir con la normalidad que me correspondía, sin aquella corona, sin aquel aura que, de algún modo, él había puesto a mi alrededor.
Cuando ya no lo creí posible, cuando las nieves del invierno habían encallecido heridas que la lluvia había sanado y el calor había quemado, cuando la primavera sonaba tan lejos que la sentía ajena a mí, regresó.
Su vuelta fue diferente. Consigo ya no traía la cámara de fotos ni buscaba ángulos ni encuadres ni luces ni matices. Sus ojos dorados se parapetaban tras unos oscuros cristales que enjaulaban una luz ausente. Había perdido la vista.
Al principio daba paseos cortos sin salirse del las blancas piedras, como si siguiendo su trazado adquiriera una seguridad necesaria. Seguramente lo hacía. Durante aquellos días ni siquiera se mostró consciente de mi presencia; no podía hacerlo, aunque de algún modo supiera que yo seguía ahí, aunque hubiera sabido que siempre estaría ahí, esperando. Y si la luz partía de los ojos que miraban, yo ya no poseía brillo alguno para él. O eso creí.
Poco a poco y a medida que se familiarizaba con los pasos que contaba, fue atreviéndose a abandonar el camino y a trazar los suyos propios. Se acercó y empezó a pasar largas horas sentado en aquel sencillo banco, a mi lado. No decía nada. Solo se sentaba allí y dejaba que las tardes se hicieran noche. Entonces volvía a levantarse y se marchaba. Y lo hizo así durante más de cuarenta años.
Sus silencios me parecían solemnes y yo me limitaba a acompañar sus horas, de igual manera. Poco a poco empezó a hablar y aunque muchos lo tomaron por loco, el sonido de su voz volvió a despertar en mí toda aquella luz que un día me habían dado sus ojos. Solía explicarme cómo imaginaba el mundo que un día lo había enamorado y aseguraba antener clavada en su alma mla más mínima esencia de cada cosa, de cada flor, de cada brizna de hierba o de cada nube del cielo. Incluso de mí. Describía fielmente cada elemento y cuando algún detalle no se ajustaba a la realidad, en su voz y en su imaginación, era mil veces más maravilloso.
Cerraba los ojos y hablaba del sol del ocaso, dorado, brillante, tiñendo el cielo de un ocre antiguo. Hablaba de los lejanos árboles, superpuestos sus verdes, jugando sus tonos unos con otros hasta conformar un lienzo de acuarelas con los primeros tonos anaranjados del otoño. Incluso era capaz de describirme a mí, tal y como me recordaba. Añadía nuevos detalles en mi fisonomía que, sin duda, debía haber acusado el paso del tiempo, no como algo que diezmase mi belleza, sino como algo que la fortaleciera, que la hiciese más regia y serena.
Y entonces comprendí que la luz en las cosas hermosas ni siquiera irradia de los ojos que lo miran, sino del corazón que lo siente porque en ese particular paraje dentro de sí mismo, el mundo era aún más hermoso que aquí fuera. Y así sería siempre.
Por eso, aunque él ya no está y su ausencia es ahora irreversible, no he dejado de ver el brillo en las cosas ni su luz ni su belleza. Mi copa sigue ofreciéndole sombra al banco que ocupó durante tantos años y su compañía, de algún etéreo modo, sigue aquí. Porque él me enseñó a ver el mundo a través del corazón, de esa luz diferente que desprenden las cosas, de cómo las sentimos y cómo las imaginamos. Y en ese universo de matices, hasta las ausencias tienen un color que las convierte en presencias. Y aunque ni mi tronco ni mis hojas tienen la capacidad de ver, percibo cada brizna de aire con el color con el que él me la describió. Con su forma de ver el mundo.
Imagen: sweetlouise (Pixabay).
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