La oscuridad me permitía imaginar, convertir los claroscuros en laberintos; las montañas, en gigantes; la sombras, en compañeras de juegos. Al amparo de tinieblas, todo era susceptible de ser lo que quería; incluso yo misma. Pero el discurrir del tiempo me apremió a dar un paso hacia la luz, esa cruel reveladora de realidad sin matices, donde todo es tal cual se ve sin posibilidad de disfrazarlo de algo que la haga menos cruda. Y cegada por su brillo permanente, me di cuenta de que, con quince años o con cuarenta, podía seguir imaginando entre las páginas de cualquier libro.
Imagen: Engin_Akyurt (Pixabay).
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