Las lanzas suben y bajan, golpeando la árida tierra, alzando un polvo arremolinado que difumina los mortales reflejos del metal. Las empuñaduras de las relucientes espadas chocan contra los brocales de los escudos en un estruendo de acero.
El ruido es ensordecedor en la llanura, como si la tormenta se hubiera desplomado, como si el cielo se hubiera caído. Nadie se ha movido de su sitio, uno frente a otro. Armaduras de plata cubriendo cuerpos forjados en el arte de esa guerra, curtidos ya de mil batallas. Nadie se ha movido y sin embargo hace rato que la batalla empezó.
Es la lucha contra los peores ruidos, contra las voces asesinas que se alzan en acusaciones, en reproches, en aquello que no se dijo, en las consecuencias de lo que nunca se hizo. Es el ruido alzado en enemigo, uno invencible cuando además, libra batalla en la propia mente, sacude conciencias y compunge corazones.
Los golpes buscan acallarlo, soterrarlo, enmudecerlo bajo el choque del metal, derrotarlo en su propio campo de batalla. Y es que el enemigo no está delante ni suena más fuerte: el enemigo está dentro y es silencio. En él crecen los más feroces demonios.
Imagen: 3321704 (Pixabay)
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