Cada noche tomaba un sorbito de cielo, edulcorado con luz de luna y salpicado de estrellas. Con las manos alrededor de la cálida taza, le suspiraba a la noche, imaginándola presa de aquel líquido oscuro, a su alcance. Había hecho de aquel observatorio una cima de su mundo, un pedestal que la acercase a los mágicos astros nocturnos para pedir deseos que no le fueran negados ni aplastados por la cruda realidad. Pero aun a aquella altura, toda luz seguía siendo lejana e inalcanzable; toda salvo la de su linterna, así que la encendió, resignada, y se acabó el café.
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