El mortecino sol del ocaso estira sus brazos, perezoso. La brillante esfera roza la superficie del océano, que sueña con engullirlo para dar luz a su oscuro fondo, pero apenas ve su anhelo convertido en conquista, dos Ave Fénix de imponente envergadura estallan en un vuelo mágico, separándose y rompiendo el esférico fuego. El horizonte los ve perderse y a medida que se alejan, una naciente oscuridad los engulle.
Las hadas y los duendes se afanan en recoger los últimos vestigios que ha dejado en aquel estallido, aquel día; pequeñas briznas de luz que danzan de un lado a otro, como luciérnagas en un ameno ritual. Oro etéreo entres sus pequeñas manos, zigzagueando en un grácil vuelo con un destino común.
Una a una, las doradas motas prenden el candil y el bosque queda en penumbra. Las voces se acallan y el silencio conquista su particular imperio de bronce. La llama se torna más poderosa y cuando el cielo no es más que un manto de negro que oculta el mundo bajo su nada, las mismas manos que trajeron luz, la recogen, transformada, para pintar la bóveda celeste. Entre risas y murmullos, las hadas dibujan estrellas, encendiendo fulgores de plata y dando vida a las sombras del bosque, que se enredan entre los troncos despertando a la noche.
Los duendes trazan los contornos de una luna redondeada. El más travieso la difumina, dejándola en cuarto menguante y aprovecha, después, para mecerse en su cuna y dormir plácidamente.
Ulula el búho sobre la rama desde las que crujen las hojas secas en su frágil vuelo hacia la alfombra del suelo otoñal.
La noche se ha encendido en el bosque, y el candil custodiará la vigilia hasta que el astro rey reclame de nuevo su trono en el cielo, convirtiendo el suave resplandor de las luces nocturnas en el estallido de fuego de un nuevo día.
Imagen: Larisa-K (Pixabay)
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