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El Estandarte

Libera un suspiro al cielo del atardecer, teñido de malva y fulgores dorados. El frío arrecia a medida que el astro rey se descuelga tras las lejanas cumbres de Cathos, y el viento lo abraza como un abrigo que quiere y no puede concederle calor. Es gélido, cortante, volátil. Y por momentos siente que a las ráfagas las acompañan risotadas que se burlan de él. Las sombras se alzan en torno a su figura, testigos tardíos de lo vivido. Ya sólo guardan su hastío, su desazón y las mil dudas que lo asaltan cuando el silencio se alza.


Cierra los ojos y en su mente se pierden los choques de acero, los gritos furiosos, los temerosos. Las voces se han apagado, la guerra se ha muerto y las almas de aquellos que yacen tendidos en el suelo, se alzarán convertidos en fantasmas de oscuras leyendas, mitos alrededor de las fogatas, voces de ultratumba para una tierra maldita, sellada con el peso de la sangre derramada. Baja de nuevo la cabeza y, apoyado en la espada que se hunde bajo el fango, se pone en pie. El humo se alza en columnas etéreas de un templo inexistente. El fuego es el sello tras la ofrenda a unos dioses insaciables.


Da un seco tirón y arrastra la espada cuando empieza a caminar. Son pasos errantes al principio, vencidos como aquellos que cayeron o quizás más. Porque los muertos no sufren y los vivos sí. Sortea cuerpos a los que no da identidad, no pone rostros ni expresión. Tampoco importa su condición, su motivación, su pasado, su origen, qué los llevó hasta allí. Ahora son sólo parte de una tierra que los engullirá; como piedras, como árboles, como rocas. Parte de un fantasmagórico paisaje de desolación.


Alza sus pesadas botas sin dejar de mirar al frente. Tal vez pise alguna mano o algún pie; quizás alguna cabeza. ¿Qué importa? -se dice a sí mismo-. Puede incluso que algún corazón siga latiendo entre el silencio que amasa la guerra a su paso, pero no se detendrá. Ya no. Lleva demasiado tiempo bebiendo batallas, su cuerpo es una armadura y su cabeza, un yelmo. Metal que ha fundido cada parte de su cuerpo, transformándolo, curtiéndolo, inmunizándolo. Por eso sus pasos se van tornando seguros, firmes, decididos.


No atisba a su alrededor alma con vida y sólo escucha el sonido de su respiración acelerada, del avance sordo de sus pies. A lo lejos ladra un perro y relincha un caballo. Todo, acallado en pocos segundos por la oración que murmuran sus labios. «Madre, oh, diosa, yo te imploro. Limpia mi alma como mis manos el agua; enjuga sus lágrimas y mi sangre. Te los entrego, como ofrenda. Padre, oh, dios, abre el día ante la noche oscura, mata las sombras que me acechan, cuídame de ellas, aléjalas, te lo pido. Dioses de mis ancestros, linajes olvidados en la tinieblas de los años, alzaos y cuidad de aquellos que velan por vuestra memoria, por vuestro legado. Tomadnos, oh, protectores de vuestros hijos. Espada, escudo y daga. Sangre, sol de la noche». Sus labios resecos la repiten una y otra vez, y otra vez, y otra vez. La muerte se extiende a sus pies como un eterno campo de batalla, una macabra alfombra de recuerdos, convertida en puerto de tantas y tantas cosas.


Se detiene y voltea la cabeza. El silencio sepulcral lo llama, sin voz, sin sonido, como un cabo que tira de su corazón leal; años de servicio a un trono, a su rey, a su reina. Siervo de su corona, fiel servidor de su patria. Entre la muerte anónima, solo un rostro reclama reconocimiento; yace frío, como el mármol bajo el que descansará, en un panteón para grandes que contará sus hazañas con una sacra inscripción. Es solo un cuerpo entre miles, pero en él conviven tres que grabaron a fuego su vida: el padre, el amigo, el general. Cuna de sabios consejos, de nobles enseñanzas, de consuelo en la desazón y disciplina en la batalla. Su puño cerrado en el pecho rescata un regio estandarte, signo de todo aquello por lo que vivió; signo de todo aquello por cuanto murió.


Él clava la rodilla a su lado y coloca su mano sobre su frente; repite la oración, convertida en mantra, y cierra sus párpados, perdidos en la nada de un cielo que oscurece. Aún le cuesta esfuerzo abrir sus dedos y recuperar el estandarte manchado de sangre que descansa sobre su pecho, atravesado por la afilada hoja de una espada. Destrozada, la imagen; intacta, la esencia. Obliga la tradición a portar el estandarte del general ante su rey y honrarlo. El estandarte o su cuerpo. No puede cargar con él. Pero habrá honra.


Se alza de nuevo y continúa caminando. Empieza a sentirse mareado, las heridas escuecen, la sangre seca se adhiere a la piel magullada y cuando al fin deja atrás la explanada, la loma de la montaña le facilita el descenso. Apresura el paso y vuelve atrás la mirada. Quiere alejase de allí y huir a tiempo de un sentir que siempre lo embarga, que lo persigue como un fantasma, como un espíritu rabioso que le da alcance de manera implacable. Vuelve la cabeza otra vez... y se detiene. Lo está mirando. Su cabello, largo y rubio, lo mece el viento. Su vestido está hecho jirones y la sangre lo tiñe de tonos que no debiera haber conocido. Apenas ha dejado de ser una niña. Pero no es así como él siempre la ha visto. No es así como siempre ha querido verla. Ella lo acusa, en silencio; una mirada que recrimina más que el mismo firmamento centelleante, que lo señala con un dedo acusador. Los labios del guerrero murmuran un perdón que no llega, que no traza camino entre el cielo y la tierra.

ma el paso y continúa. Sabe que ella no es real, que la perdió hace mucho y que en esa tarde aciaga recibirá a su padre con honores en la morada de los dioses. La hija de general siempre le estuvo vetada, pero en los senderos de lo furtivo halló emplazamiento para aquel amor clandestino, prohibido y condenado. Cuando se adentra en el bosque, aparta las ramas con las manos, trazando nuevas heridas en un cuerpo hecho de ellas. Avanza entre el crujido de ramas secas y los aullidos lejanos. Aún no cae la noche en aquellas vastas tierras. En su corazón, la tiniebla es profunda e imperecedera.


Cae de rodillas frente a la serpiente argentada que conforma el riachuelo y por fin se deshace del yelmo. El sudor perla un rostro anguloso y duro, de facciones marcadas y cicatrices longevas. Sumerge las manos en el frescor del líquido elemento y por un efímero segundo se permite el lujo de sentirse aliviado. Los cortes, los arañazos, los golpes y las heridas aplacan su furia, mientras sus ojos grises contemplan su propio reflejo, desconocido, nuevo, y a la vez, dolorosamente familiar. Se lava el rostro, sumerge la cabeza y la alza de un latigazo, con el pelo empapado, tratando de que el agua de la vida renueve sus desdichas y las convierta en esperanza. Pero tiene demasiados años y demasiados pesos a sus espaldas como para que esto pueda ocurrir. Lo acepta. Se resigna. Suspira y solo ahora se da cuenta de que el frío es profundo, de que la noche invade el cielo, robándole terreno a un día para el olvido. El sol se rinde ante la luna altanera, que hurta su luz para lucirla como propia, sin el remordimiento que a él lo azota. Trata de verse reflejado en ella, pero el jirón de una nube traicionera le recuerda la osadía de su intención. Nada hay en él de luz; nada, de la serena belleza del astro nocturno. Y a la vez, mucho de su variable forma, recrimina él.


Vuelve a ponerse en pie. Sus botas sucias enturbian el agua al cruzar el riachuelo. Acelera el paso en una carrera que ya no ha de tener marcha atrás. Lo hecho, hecho está. Más allá de la arboleda lo esperan. Los caballos nerviosos delatan su presencia antes de que haya podido llegar hasta allí. Lo aguardan cinco jinetes y un corcel de hermoso pelaje oscuro que se le ofrece. Lo monta sin cruzar palabra alguna y muestra el estandarte que porta en su mano. Nadie dice nada. No hay nada que decir. Azuza las riendas del caballo y da inicio a una carrera alocada contra las tinieblas. El animal se convierte en una extensión del viento que no encuentra frente a él obstáculo que le impida volar. La embestida despierta la rabia en el corazón del guerrero. La culpa muta en ira; la tristeza, en templanza. La duda, en determinación.


Millas y más millas engullen a la propia noche, hasta que las siluetas recortadas de la fortaleza se yerguen, orgullosas, soberbias, altaneras. Leyenda, en una tierra de leyendas. Historiadores, en una tierra de historia, de aquellos que la escriben, de los que vencen. Dueños de sus propios destinos, descendientes de un linaje sin parangón; dueños de una estirpe honorable. La gelidez de sus manos sigue aferrada a las riendas cuando el galope refrena convertido en trote. Las sombras de aquellos que lo acompañaban se pierden y toma un camino distinto al de ellos. Da una última mirada al estandarte, la honra del general, que ahora no es más que un jirón de ropa con un símbolo que algún día muchos desconocerán; pieza de un legado perdido en el tiempo, como tantos ecos ya olvidados de vidas que algún día se alzaron grandes.


Sus botas impactan en el suelo al desmontar del caballo. Las teas ancladas a la pared proyectan sombras inquietantes y por un momento piensa que lo han seguido hasta allí. Pero ya no se demora, no se detiene. Camina entre los enmoquetados pasillos del castillo de Antorya y empuja los altos portones al llegar. El rey aguarda mudo; la reina lo hace a su lado, con pétrea expresión. Da seis pasos al frente y, como prueba de muerte, entrega al estandarte del general al que acaba de traicionar.


Imagen: Jaymethunt (Pixabay)



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