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Foto del escritorJessica Galera Andreu

ERANTHE: Reina de Ikelos



Dicen que la bóveda celeste que cubre el astral de Morpheus atesora el espectáculo más

hermoso de toda Hypnaria. Sin duda, quien así opina, se ha visto privado del placer de contemplar cómo se besan el firmamento y los mares de Aisling cuando el astro diurno se sumerge en el horizonte.


A la mujer le embarga un sentimiento de profundo orgullo hacia su Vaer natal mientras entierra los pies descalzos en la negra arena de la playa. El grano es fino y se desliza entre los dedos provocando un agradable cosquilleo. Aún conserva el calor del día, a pesar de la suave brisa del atardecer que ya anticipa la llegada de la noche. Le gustaría sentarse sobre la arena y permitir que el murmullo de las olas la arrullara, como cuando era niña y las tardes de verano se alargaban casi hasta ver romper el alba, pero, aunque nadie allí sepa quién es, debe mantener su porte.


Aspira el aroma a sal y el picor amargo de las algas secadas bajo el calor inclemente que las ha castigado durante el día. El viento que proviene del mar se cuela entre los pliegues de su capa, haciéndola revolotear a su espalda como las alas de un pájaro al remontar el vuelo. En más de una ocasión ha lanzado hacia atrás la capucha con la que cubre su rostro, en una obstinada tentativa de combatir sus esfuerzos por ser discreta.


Ha trenzado su cabello entrelazándolo con cuentas de cristal, un privilegio con el que las muchachas de Vaer señalan su paso a la edad adulta. Tuvo que explicarle a su sirvienta una y otra vez las particularidades del tradicional peinado hasta que, frustrada por su incompetencia, ella misma completó el tocado, redescubriéndose ante la imagen que le devolvía el espejo. Su piel tersa habla de una juventud recién estrenada y, aunque la severidad de su cargo había afilado sus facciones, pocos serían los que no cayeran rendidos ante su belleza.


No diría que echase de menos su vida anterior, se ufanaba de haber tomado las decisiones adecuadas para alcanzar el punto exacto donde se encontraba, pero tampoco podía negar que, en ese momento y con el atuendo actual, le embarga cierto sentimiento de nostalgia.


En honor de una ocasión tan señalada, ha rescatado un sihar del fondo del baúl que contiene

su ajuar. La vaporosa túnica, tradicional vestimenta ceremonial de Vaer, está teñida de un rojo intenso y se cruza sobre su pecho dejando al descubierto la palidez extrema de su hombro. La tela se acomoda en las curvas de su cuerpo como las caricias de un amante y observa con satisfacción como más de una cabeza se vuelve en su dirección a su paso. Quizás eso no contribuyera a su deseo de pasar inadvertida, pero la humildad nunca se contó entre sus mejores virtudes.


Un llanto agudo rompe la calma de la playa, anunciando la llegada de nuevas peticionarias.

Todas lucen sus más vistosos sihars, aunque ninguno puede competir con la exquisita manufactura de su prenda.


Algunas muchachas acuden en grupo, la mayoría con sus parejas o algún familiar cercano. Ella es la única que ha acudido sola. Por supuesto, su escolta la ha acompañado todo el trayecto para garantizar la seguridad del infante que dormita entre sus brazos, pero ella ha insistido en que la esperen fuera de la playa. No ha resultado fácil convencerlos. Cumplen órdenes estrictas y su autoridad aún no está consolidada. Aun así, ha logrado imponer su voluntad. Una pequeña victoria con aires de rebelión.


El astro diurno completa su inmersión en el horizonte, rubricando su despedida con un destello verde que roba el aliento a los presentes. Por más veces que lo contemple, y habían sido muchas durante su infancia y adolescencia, nunca disminuirá su fascinación ante la belleza de un firmamento que se ilumina con una gama imposible de rojos y anaranjados, como si un incendio descontrolado emergiera de las profundidades marinas.


El ocaso marca el inicio de los rituales y las altas llamas de una inmensa hoguera rivalizan con el fuego que ya se atenúa sobre el mar. Ensimismada con la magnificencia del crepúsculo, ni siquiera se percata de la llegada de la Visionaria de Sueños ni del encendido ceremonial del fuego sacro.


Una veintena de peticionarias se abren en abanico frente a la fogata, guardando un reverente silencio solo interrumpido por el crepitar de los maderos y el romper de las olas, que avanzan hacia la orilla para besar con timidez la base de la pira. La cercanía de las llamas envía oleadas de un calor sofocante, a pesar de lo cual, nadie osa retroceder un paso.


La mujer se nota acalorada. Se deshace de su capa, desatando con una mano los cordones anudados al engarce con forma de estrella de punta quebrada, y la deja caer con indolencia sobre la arena negra.


La muchacha más próxima a ella le dirige una mirada de incredulidad ante el trato descuidado que otorga a la prenda. Sus ojos brillan con codicia al reconocer la calidad del tejido, cuyo valor podría alimentar a una pequeña familia durante un mes.


La mujer le devuelve la mirada, desafiante, mientras limpia la arena de uno de sus pies restregándolo contra la prenda. La chica agacha la cabeza, avergonzada, y devuelve su atención al niño que acunaba entre sus brazos.


También el bebé que sostiene la mujer ha comenzado a revolverse inquieto, molesto por un calor que le resulta ajeno. Lo mece con suavidad y acaricia la suave pelusilla oscura que cubre su menuda cabecita. Se ha colocado en un extremo, todo lo alejada que puede del resto de los asistentes sin que resulte desconsiderado, y se arma de paciencia para aguardar el turno final. Prefiere encontrarse sola cuando reciba su vaticinio.


La profetisa es una mujer de baja estatura, si bien de una presencia majestuosa. Sus palabras resuenan entre las dunas de la playa imponiéndose al rumor de las olas sin necesidad de alzar la voz. Todos los presentes contienen la respiración cuando ella habla.

Una tras otra, las solicitantes acercan sus vástagos a la Visionaria. Depositan sus ofrendas frente a la fogata y entregan sus libaciones de sangre en honor a Skeera.


Las predicciones son privadas y las muchachas aguardan a una distancia prudencial para no oír los designios que la Visionaria desvela sobre cada infante. Se trata de una respetuosa cortesía. La mayoría los repetirán más tarde a sus allegados, en festejos compartidos que suponen la bienvenida de los neonatos a la comunidad. El vino especiado se escanciará en abundancia, para acompañar a las tiras de pescado ahumado sobre tortas de pan ácimo. La música y el baile les rendirán pleitesía hasta el amanecer.


Si los presagios son favorables, la alegría se desbordará y los vecinos ofrecerán pequeños presentes al niño bendecido, en un supersticioso intento de atraer parte de su buena fortuna.

Por el contrario, si son perjudiciales, verterán una gota de su sangre sobre el infante. Una ofrenda con la que aplacar a la diosa Skeera para que su ira no les alcance.


La mujer ha hecho gala de una paciencia infinita con su mirada perdida en el horizonte, al que la oscuridad de la noche ha convertido en una línea difusa entre cielo y océano. Ha dejado vagar sus pensamientos mientras esperaba su turno. Reflexiona sobre cuán distinta es su vida ahora y se pregunta por qué aún se aferra a estas antiguas tradiciones, como una raíz empecinada en arraigarse a la tierra que la vio nacer.


El niño se ha adormentado en sus brazos, al arrullo constante del rumor del mar. Parte de la espuma permanece olvidada en la orilla cuando el agua se retira, brillando como pulidas perlas sobre la negra arena de la playa.


Con pasos breves, aunque firmes, la mujer se aproxima a la Visionaria y se arrodilla ante ella. Su mirada no se aparta de su hijo. El niño ha despertado ante la cercanía del fuego y lo contempla con unos ojos grises cargados de curiosidad. Alarga una manita hacia la hoguera y la profetisa la envuelve en su palma callosa. Es joven aún, pero la vida en Vaer requiere esfuerzo y trabajo, algo que se ya se refleja en sus manos. Leer el destino en las llamas es un don, un privilegio que, al contrario de lo que cabría esperar, no exime de las labores diarias.


La mujer contempla a su primogénito con la fascinación de una madre primeriza que aún no cree que ese pequeño milagro sea real. Como si en la milésima de segundo de un parpadeo pudiera fundirse con el humo que asciende hacia el cielo y desaparecer con él.


Descubre el pecho del niño, al que ha envuelto en un fino manto fabricado con el mismo tejido que su sihar, y lo presenta a la Visionaria para que esta dibuje sobre su pálida piel las runas adivinatorias. El pigmento rojo resplandece a la luz de las llamas y, por unos instantes, los hábiles trazos parecen culebrear sobre la piel buscando acomodo.


La madre sujeta con firmeza la mano del niño, extendiendo sus regordetes deditos, después hace un gesto con la cabeza para indicar que está lista. La emoción le embarga. Una mezcla de excitación y miedo por conocer lo que la diosa dictaminará para su hijo. Sin duda, no será un futuro anodino.


Tal es su expectación que ni siquiera parpadea cuando el estilete de la sibila se desliza a lo largo de la línea de la vida del pequeño. Un surco rojo tiñe la mano, como si de una nueva runa se tratase, y la adivina se apresura a recoger la sangre que gotea en un pequeño cuenco de alabastro. El llanto se confunde con los sonidos de la fiesta lejana, que ya ha dado comienzo para honrar a sus predecesores. No dura mucho, como tampoco lo hace el corte, tan superficial que se cierra con premura.


Con un movimiento fluido, casi como si danzara, la Visionaria vierte la sangre sobre la hoguera. A continuación, escruta con esmero las ondulaciones de las llamas, presta a interpretar sus designios.


La mujer la imita, si bien, por más que se esfuerza, ningún mensaje divino llega hasta ella.

Aparta la mirada de las llamas cuando sus ojos comienzan a lagrimear, deslumbrados por la luz e irritados por el calor, y la fija en la Visionaria. Su rostro, de seguro, será más fácil de interpretar que las lenguas de fuego. La ve fruncir el ceño. Un mohín tan fugaz que teme haberlo imaginado. Sin embargo, las manos la delatan. Los puños se han cerrado en una tensa contención, desmintiendo la falsa serenidad de su gesto.


Algo va mal. Lo sabe.


Tras lo que parece una eternidad, la profetisa da la espalda a la hoguera y se aleja en dirección a los cánticos. Su presencia en las celebraciones siempre es bien recibida.

La mujer observa su marcha atónita.


Es tradición que la hoguera ceremonial se consuma con la subida de la marea, lo que no es habitual es que la oficiante abandone el lugar sin desvelar un vaticinio.


Corre tras ella y la alcanza antes de que abandone la playa. La sujeta del brazo y la obliga a enfrentarla. La Visionaria no se resiste, pero niega con la cabeza. Una profunda inquietud tiñe su rostro.


—¿Qué han desvelado las llamas? —Están lejos de miradas y oídos indiscretos, aun así, la adivina mira a su alrededor, reacia a responder. —¡Habla! —insiste la madre—. Tu reina te lo ordena.


—El entramado del destino ha comenzado a tejer sus hilos, un Sueño Profético ha sido vaticinado. Tu hijo tomará parte en él.


—¡Mientes!


Solo es un susurro. La palabra arrastra un dolor tan profundo que desgarra el corazón de la Visionaria.


—Debe haber un error —insiste la madre. El leve temblor de su voz traiciona su fingida seguridad.


—Las llamas no se equivocan. Skeera ha manifestado su voluntad a través de la sangre y el fuego. —Desea ofrecerle consuelo. No obstante, nada de lo que diga cambiará su predicción.


La mujer recibe sus palabras con un cabeceo de asentimiento. Se aproxima a ella y le susurra al oído:


—Una sola palabra sobre esto y tu sangre cubrirá la arena de la playa. Tus vísceras serán pasto de alimañas y todo aquel que pronuncie tu nombre sufrirá la ira de Ikelos.


La Visionaria contempla la fría determinación que late en los ojos de la mujer y comprende que hay verdad en sus palabras. No dice nada, solo se aleja. Ya ha cumplido su parte.


El pequeño lloriquea de nuevo, reclamando la atención de su madre. Ella lo abraza en una ingenua tentativa de protegerlo de todo mal. Sabe que no puede. Sabe que no debe… Aun así, nada la disuadirá de ello.

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