Cuenta la leyenda... que el bosque de Pulveris albergaba en su seno las más antiguas formas de vida, animales primigenios y la más vetusta vegetación. Narraban aquellos que pasearon entre su densidad que sus árboles eran fuertes y de profundas raíces y que impulsaban hacia el cielo troncos de altura imposible.
En su suelo pintaron las hadas sus primeras flores y en su suelo, también, trazaron los duendes los primeros caminos, onduladas hebras que conectaban lejanos destinos. En su cielo prendieron las primeras estrellas y la luna aprendió a convertir la luz en plata, haciéndose dueña y señora de los reinos aterciopelados de la hermosa noche. Desde su cumbre de éter, le sonreía a la viva corriente del riachuelo, serpenteando por la loma hasta el valle para exhalar un último aliento de merecido descanso en los mares de Luava, ya lejos de lo confines de Pulveris.
Atestiguaba, también, encuentros furtivos de amantes que abrigaban en la noche el frío de sus soledades y como cómplice y aliada, aprendió a menguar para regalarles una nada a su alrededor que los aislara hasta del aire.
Después, el sol inclinaba la frente hacia ella, tendiéndole una alfombra roja sobre el cielo del alba para arrullar su vigilia. Alzado en un trono de fuego, los suspiros del astro de luz regalaban calidez a aquel mundo nuevo, que aprendía a convertir el frío en la necesidad de un abrazo.
El aleteo de las hadas, lloviendo oro a su paso; la risa de las ninfas junto a la cascada, las carcajadas de los enanos esculpiendo sus magnas estatuas, el relincho del pegaso en la cumbre y el ronroneo del suelo, el crepitar del fuego, el silbido del viento, la respiración del mundo.
Así latió Pulveris durante años y mas años. Reinos sin fronteras con límites en los cielos y espejos en el agua, respirando verde y cosechando tierra, aferrando raíces y arañando caminos, venas de un mundo de vida.
Unos años que, como todo cuanto discurre en volandas de lo que se desea, pareció un tiempo demasiado efímero aunque no lo fuera. Y el sueño se escurrió una tarde, sin que nadie supiera cómo ni por qué.
Los pasos serenos del los elfos emprendieron un camino para el que no había retorno y el bosque enmudeció al sentirlo. Las aves silenciaron su canto; la tormenta acalló a su trueno y el viento se deshizo en una suave brisa que murió convertida en suspiro. La procesión fue lenta, pausada, una despedida a cada paso; una sonrisa de nostalgia a su entorno, como aquel que reconoce en cada sombra un recuerdo; una caricia con la mirada al susurro de cada árbol, al movimiento curioso de cualquier animalillo.
Nunca nadie había recorrido aquel sendero por el que el sol declinaba en un ocaso eterno; nunca nadie había llegado hasta aquellos temerarios confines donde acaba lo conocido para adentrarse en a incerteza. Las esfinges, guardianas de Pulveris, atestiguaron inmóviles, aquella lenta comitiva que marcharía para no volver.
Cuenta la leyenda que Áfindor fue el último elfo en cruzar el umbral de la puerta por la que no se ha de regresar. Dicen que su mirada prolongó el día durante unas horas más, antes de que la tiniebla conquistara de nuevo aquel reino despojado de corona y trono. Cuentan que vio a la esfinge llorar, roca derrumbada sobre roca y aunque el corazón le pedía darle consuelo y razones, solo pudo entregarle, apenas, un fragmento del mortecino sol, últimos vestigios de luz y calidez. A la otra estatua, le concedería un rayo perdido de luna y así, acabó dando la vuelta y siguiendo a los suyos.
Sus labios sellados en una sonrisa triste guardarían por siempre el secreto. Porque en Pulveris nació el mundo y en el mundo, hay cosas que nacen al terminar: la nostalgia, el valor concedido a lo que un día ha de perderse, el tiempo limitado, el miedo a esa nada, el vacío, la ausencia. Aunque doliera había de existir. Y esa era la ardua misión de los elfos, hacedores de sentimientos; de aquellos más desgarradores, pero también los más intensos; hacedores de vida, al fin y al cabo. ¿Una maldición? ¿Una misión de los dioses? Nadie lo sabría nunca.
Áfindor suspiró y retomó sus pasos, sintiendo en sus propias entrañas todo aquello que dejaba atrás, aquello que hacía nacer con su marcha. Y después, fue una sombra hacia el ocaso de la tarde, y al cerrarse aquella puerta, la luz se apagó en Pulveris. Y el polvo volvió a ser polvo.
Imagen: darksouls (pixabay)
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