Entro a la habitación, aflojándome la corbata de camino hacia la cama. Por suerte, la penumbra hará que mi color azul asfixia pase inadvertido. Bueno, qué más da, si estoy solo. Es ya bastante tarde y el ambiente en Cuky's es tranquilo, como es habitual aquí. Por eso es mi hotel favorito. Activo el hilo musical con el mando a distancia y una relajante melodía chill—out suena desde alguna parte, envolviendo la sala, en la que ya percibo el olor a incienso.
Visito Cuky's cada vez que los negocios me traen hasta Caitan City. Lo cierto es que adoro esta ciudad, que destila gracia y simpatía por sus calles y sus gentes.
Me sirvo un agua brava de la pequeña nevera que hay frente a la cama y me acerco a la ventana con la intención de deleitarme en la embaucadora vista nocturna de la ciudad. Después de un día de estresante trabajo no hay nada que me relaje más. Es la primera vez que me hospedo en esta habitación y desde aquí el panorama no tiene desperdicio.
La tenue luz de las farolas se proyecta sobre el asfalto y en el horizonte, los tejados recortados contra la creciente noche, conforman un entorno idílico. En pleno invierno, la actividad en las calles es escasa, sobre todo a las diez y media de la noche. Solo atisbo la figura de una mujer que permanece inmóvil en la acera, con la mirada clavada en mi ventana. Debe de rondar los ciento veinte años, bastante más que su permanente. Lleva el cabello a la altura de los hombros y sus gafas hacen que sus ojos parezcan mucho más grandes de lo que en realidad son. ¿Por qué está ahí con el frío que hace, mirando fijamente a mi ventana? ¿Espera a alguien? Probablemente.
Me aparto y me encamino hacia el baño. Una ducha calentita y a dormir. Por la mañana llamaré a mi jefe; la reunión ha ido de fábula y a primera hora podré regresar, habiendo dejando el acuerdo cerrado.
Abro el grifo de agua caliente y me deleito en la caricia de sus chorros. Es la sensación más agradable del mundo... y sin embargo, me siento inquieto. Miro la cortina que cierra la ducha y por un momento espero que el de 'Psicosis' aparezca con un cuchillo jamonero y se cargue el momento. El momento y, de paso, a mí, todo sea dicho. Me río ante mi propia idiotez y me enjabono de arriba a abajo, prolongando el momento hasta que mis dedos empiezan a arrugarse.
Cuando cierro el grifo, oigo un sonido en la habitación, una especie de impacto seco, como si algo se hubiera roto. Me seco la cara y salgo desnudo. Alguien se va a llevar un buen susto si ha entrado en la habitación... además de mí, claro.
Llego hasta el umbral de la puerta y observo el cristal de la ventana roto. Miro por el suelo y no encuentro rastro del proyectil utilizado. No puedo creerlo, Camino hacia allí, acercándome con ciertas reticencias. Ha pasado al menos un cuarto de hora desde que me metí en la dcuha, pero la vieja sigue ahí, mirando directamente hacia aquí. ¿Habrá sido ella? No es posible, solo es una adorable ancianita. Adorable. Pero su mirada se me antoja escalofriante y sus movimientos bucales empiezan a mosquearme bastante. ¿Querrá decirme algo? ¿Por qué me mira así? ¿Me está guiñando el ojo o es un tic? Quizás deba hacerle caso a mi madre y teñirme. Las canas no me están sentando bien y el tiempo no pasa en vano, o eso deduzco si esa mujer está pretendiendo ligar conmigo. Reprimo la risa y niego con la cabeza mientras aparco las idioteces y voy a lo práctico. Abro la ventana y un frío glacial me abraza, aunque lo cierto es que ya estaba colándose por el cristal roto.
—Buenas noches, señora. ¿No habrá visto usted quién..?
—¡Tápate, cerdo! —grita ella.
Solo en ese momento recuerdo que estoy desnudo. Joder. Reculo como un resorte y cierro de nuevo mientras la anciana gesticula airadamente. Le hago un gesto para que se largue. Empiezo a cabrearme. Solo he tratado de ser amable con ella y algo me dice que se está acordando de toda mi familia. De pronto ya no me parece tan extraño que ella haya roto el cristal. Cierro la persiana, y después de secarme y ponerme el pijama, me meto en la cama. No pienso llamar ahora a nadie para que me cambien de cuarto. Estoy muerto y con la persiana bajada tampoco el frío tampoco es tan notable.
Me cubro y apago la luz. ¿Lo ves? Esto es el paraíso. El silencio es profundo y solo escucho el hilo musical muy bajito y el tic tac de la segundera del reloj, un sonido que habitualmente me resulta relajante y que esta noche, sin embargo, me está poniendo los pelos de punta. Abro los ojos y atisbo una sombra en la oscuridad. ¡La vieja! Enciendo la luz rápidamente y compruebo que la sombra era la del perchero que hay junto a la ventana. Me dejo caer de nuevo sobre la almohada y me llevo las manos a los ojos, para tratar de sacármelos y que dejen de jugarme malas pasadas. Aunque lo cierto es que más que de mis ojos, la responsabilidad es de mi mente. Estoy paranoico. Por dios, Lucas, solo es una anciana, ¿qué te va a hacer? ¿atravesarte con su aguja de ganchillo? ¿Darte un alpargatazo? ¿Fundirte con el efecto lupa de sus gafas?
Observo el reloj y compruebo que son las once. Apago de nuevo la luz y me coloco de costado. Cierro los ojos y me dejo llevar. En pocos segundos el sueño me arrastra a su particular reino. Hasta que otro golpazo seco me despierta y casi me saca el corazón por la boca. La persiana se ha levantado hasta estamparse arriba y las hojas de la ventana están abiertas de par en par. Enciendo la luz de nuevo. Las tres y cuarto de la mañana. ¿No era esta la hora maldita en un caserón de Estados Unidos? La hora a la que empezaban a pasar cosas raras: las puertas se abrían, las ventanas. Se escuchaban gritos y... Me siento en la cama. ¡Vaya noche de mierda!
Noto la boca seca como un zapato. Esto no es una casa encantada en Estados Unidos, sino un hotelito en Caitan City. Espanto fantasmas mentales con mi súper racionalidad y me destapo. Me pongo en pie y camino hasta la ventana. No hay nadie. Claro, Lucas, la vieja no estaba plantada ahí como los árboles de la avenida; solo ha sido una ráfaga de aire... muy rara. Bajo la persiana de nuevo, tirando con la mano porque se ha quedado clavada arriba y cierro la ventana.
Suspiro y oigo que alguien llama a la puerta. A estas horas el servicio de habitaciones no puede ser, pero sí algún borracho que llega a las mil y con ganas de hacerse el gracioso. Camino hasta allí y observo a través de la mirilla: la vieja. ¡LA VIEJA! Me llevo la mano a la boca y me debato entre abrirle o guardar silencio. ¿Por qué cojones la han dejado pasar sin informarme?
Vuelve a llamar y yo me aparto. Solo es una ancianita, cierto, pero algo en ella me resulta diabólico. A lo mejor ha sido el primer impacto de película de terror que hemos tenido. No hemos empezado bien, hay que admitirlo. Ahí puesta en la acera, con ese cuerpecillo esquelético y mirándome con poca simpatía.
Cuando me doy cuenta, llevo ahí plantado veinte minutos y la llamada no ha vuelto a producirse, así que me asomo a la mirilla de nuevo y ya no veo a nadie. Habrá entrado en razón. Venga, Lucas, a ver si podemos dormir de una vez. Te lo mereces, ha sido un día duro. Tan duro que al final me sorprendo como a Gollum, hablándome a mí mismo. En serio, necesito descansar.
Me meto en la cama de nuevo y me tapo. Apago la luz y otra vez, me cuesta poco, menos y nada, quedarme frito a pesar de los nervios retorciéndome el estómago. Y otra vez hasta que el despertador brama, arrancándome el sueño, concretamente a las cuatro y treinta y dos minutos de la madrugada. Alzo la cabeza como un resorte, asustado. Yo no lo he puesto a esa hora y... de hecho, no es el mío el que está sonando. Enciendo la luz, tan alterado que la lamparilla cae al suelo. De nuevo la persiana está abierta de par en par y sobre el alféizar exterior, el reloj emitiendo su estridente ruido.
Me acerco en dos zancadas y le saco las pilas, pero aun sin ellas, sigue sonando con frenética desesperación. En ese momento, llaman de nuevo a la puerta y yo me quedo más bloqueado que el botón de alarma. Estampo el despertador contra la mesilla de noche en repetidas ocasiones y lo remato con la lamparilla, que queda hecha polvo.
La llamada en la puerta también se intensifica, la aporrean, la van a tirar abajo y como sea la vieja, no se va a ir muy contenta de aquí. Camino como una embestida y abro sin pararme en comprobaciones.
—¡Mira, maldita loca, si no te largas aho...!
El conserje me mira descompuesto y observo que hay rostros asomados a las puertas de las otras habitaciones.
—Señor, tengo que pedirle que guarde silencio, por favor. Son las cuatro de la madrugada y la gente está intentando dormir, pero nos han llegado varias quejas del... escándalo que tiene usted montado en su cuarto.
—¿Escándalo? ¿Yo? Es esa vieja loca que... —En ese momento la veo sonriendo y ocultándose tras la puerta de una habitación—. ¡Ella!
Aparto al conserje de un empujón y salgo con mi pijama frutal para llamar a la puerta como un loco. La aporreo como ha hecho ella hace un momento, grito y aún revoluciono más el ambiente en el hotel.
—¡Sal, vieja del demonio! —bramo.
Del otro de la puerta aparece una mujer de unos cincuenta años con un antifaz para dormir, sujeto a su frente. En él se dibujan dos enormes ojos cerrados y ella se envuelve en un batín de seda, con el rostro descompuesto y totalmente incrédula. Me cruza la cara de un bofetón.
—¿A quién llamas vieja, gilipollas?
—No, a usted no, asu madre —respondo cuando soy capaz de reaccionar. La mujer me abofetea otra vez—. Estoy hablando en serio, dígale que salga. Lleva toda la noche molestándome y no...
—¡Estoy sola en mi cuarto, papanatas!
Cierra de un golpe seco y el conserje me agarra del brazo, devolviéndome a mi cuarto.
—Señor, por favor. Es usted cliente habitual y nunca habíamos tenido ningún problema, pero si no desiste de su actitud, voy a tener que pedirle que abandone el hotel ahora mismo.
—Te digo que hay una vieja minando mi existencia en este sitio. Primero estuvo un rato mirándome por la ventana y luego, llamó a mi puerta y ha vuelto a hacerlo ahora y no para con la persiana y...
Guardo silencio, desinflado, cuando veo la cara con la que el conserje me mira. Serafín, creo que se llama. ¿O era Roberto? Da igual. Alzo las manos en señal de rendición y me encierro en el cuarto de nuevo.
Entre una cosa y otra, son casi las cinco de la mañana y mi despertador tiene orden de activarse a las siete. Camino hasta el espejo que hay en el pequeño tocador que queda frente a la ventana y ya empiezo a vislumbrar unas sombras negras bajo mis ojos. Ojeras que pierden sentido e importancia cuando, detrás de mí, asoma la abuela. Me giro, dispuesto a vengarme como haga falta, pero allí no hay nadie.
—No te molestes, zopenco, no puedo entrar en la habitación.
Me tiemblan las piernas, pero están tan tiesas que consiguen mantenerme en pie. Abro la boca, pero no puedo decir nada. Me llevo los dedos al puente de la nariz y atribuyo toda esta sinrazón al hecho de no haber pegado ojo en una semana. Primero, el acuerdo que había que cerrar con la fábrica de acordeones y ahora esto.
—¿Qué quieres? —consigo preguntar sin apenas voz.
—El libro negro —me responde.
—¿Qué libro?
—El que hay en la mesilla de noche. Sácalo de la habitación.
—¿Quién eres?
—Me llamo Katerina Von Vukvakvok, pero no creo que eso a ti te diga nada. Saca el libro negro de la habitación.
Me aparto y camino hasta la mesilla de noche. Abro el cajón y compruebo que, en efecto, hay un libro de tapas negras guardado en él. Ni siquiera lo había visto antes.
—¿Qué es? —pregunto.
Pero ya no obtengo respuesta. Regreso hasta el espejo y allí ya solo distingo mi lamentable reflejo. Abro la primera página del libro y leo un título: Manual de instrucciones para fantasmas. Atraviesa paredes.
—No está mal lo que puedo hacer sin atravesarlas —interviene de pronto la voz de Katerina—, pero no te imaginas de lo que seré capaz cuando lo haga. Y ahora sal de mi habitación, culo fofo.
—¿Culo fofo? ¿Qué clase de fantasma necesita un manual?
Me envalentona el insulto, mi culo es sagrado.
—Sal de la habitación —repite ella.
—Estabas en el pasillo hace un momento. Sí puedes atravesar paredes.
—Puedo atravesar las patéticas tapias de nueva construcción. Las antiguas, no y son las únicas que me interesan. Ahora lárgate o voy a incrementar mucho tu cuenta, estúpido.
—Mi cuenta, ¿eh? Soy cliente habitual y para tu información...
El espejo del tocador revienta y me deja blanco y mudo al mismo tiempo.
Son las cinco de la mañana, pero no parece que haya mucho que discutir. La vieja es un fantasma o yo un chalado. El asunto es que cojo la maleta y meto mi ropa de cualquier manera. Me pongo el abrigo y salgo de la habitación con rumbo al tablón de recepción. Antes de bajar dejo el libro negro junto a la puerta.
—Me quiero ir —le pido al conserje.
—Señor, lamentamos...
—¿Cuál es la historia de este hotel?
El hombre me mira como si hubiera preguntado una idiotez. Supongo que a efectos prácticos lo he hecho.
—El ala oeste era una antigua mansión, propiedad de la condesa Katerina Von Vukvakvok. Más tarde, las obras ampliaron el edificio y por ende, la capacidad del hotel.
—¿Y qué pasó con ella?
—Murió a avanzada edad, según tengo entendido. Quiso hacerlo entre los muros de su casa, pero su familia optó por un hospital donde pudieran ofrecerle los cuidados necesarios para paliar sus dolores. Juró que volvería, pero... Oh, señor, no crea en esas historias de maldiciones.
Maldiciones. Jamás había oído ninguna que aludiera a este encantador sitio que, de pronto, ha perdido todo su encanto; al menos si lo que buscas es tranquilidad.
—Por curiosidad, el cuarto en el que yo me he hospedado...
—Oh, era parte de la habitación de la condesa. Puedo mostrarle los antiguos planos si lo desea.
—No, da igual. En fin, adiós, Roberto.
—Me llamo Zacarías, señor.
—Pues eso.
Después de abonar mi muy abultada cuenta, en la que se incluyen todos los desperfectos ocasionados en la habitación, recojo la maleta y salgo del hotel. Ya en la acera me doy la vuelta y alzo la cabeza. La figura de la condesa me mira desde la habitación que había ocupado. Me sonríe y sus labios articulan un 'gracias' que me abre una sonrisa en la cara.
Imagen: Tama66 (Pixabay).
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