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Foto del escritorJessica Galera Andreu

Las Ruinas del Templo

La noche es un laberinto de voces convertidas en eco, suspiros de un tiempo remoto que se pierde en la nada. Alza los ojos al cielo que un día creía acariciar y ahora solo halla una distancia infinita entre sus cimientos y una cumbre imaginaria. Ya no queda piedra sobre piedra; nada más allá de un espejismo. Evoca los contornos afilados de la fachada, que no son ya más que aire contra las recortadas sombras de las negras montañas. Rememora las altas torres donde se enredaba el viento y recuerda el níveo pináculo convertido en una espada que desafiaba al firmamento.


Hoy, la tiniebla cubre el rubor por lo perdido, como un rey despojado de su trono, desnudo ante su gente y ante el mundo. Como un mendigo. Tal es lo poco que los diferencia despojados de fachada. El tiempo ha sido un devastador enemigo, implacable ante la belleza más arrebatadora, férreo frente a la más colosal obra. El portón yace descolgado; la muralla, derruida y los arcos no son más que inestables columnas cuyas piedras se desmoronan junto a la leyenda que cimentaron.


Las horas son un juego de sombras en las ruinas del templo. Las proyecta la luna y las sacude el rayo; las dibuja el sol y las oculta la nube. El viento se arremolina en las viejas salas, arrastrando las hojas secas del otoño; barre el polvo y recorre en carreras frenéticas los largos pasillos de silencio. Silba en los recovecos más angostos y despierta del letargo al recuerdo que amenaza con olvido.


Sus pies crujen a cada paso sobre las piedras, aplastándolas, destrozándolas hasta caer de rodillas frente al esqueleto derrumbado de lo que un día fue su imperio. Hoy, la gárgola no es más que parte de ese olvido y su castillo de roca, una ruina que la aleja de aquella cima desde la que observaba, impasible, el mundo.


 Imagen de una gárgola.
Imagen: Raquelina (Pixabay).



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