Da igual cuál de sus dos orificios de inspiración utilice. Alburkia–57 no es capaz de tomar aire dos veces seguidas sin que sus filtros de inhalación acaben obstruidos hasta arriba. Y también da igual cuál de sus dos orificios parlantes utilice: los dos maldicen de distinto modo el lamentable planeta escogido para el aterrizaje de emergencia. Cierto es que la cochambrosa nave no daba para más, pero ninguna de aquellas dos cabezas pegadas a un cuerpo delgado y esbelto –por qué no decirlo– se muestra favorable a pasar demasiado tiempo en La Tierra.
–Dijiste que el elemento gaseoso predominante era el oxígeno, ¿no? –pregunta K–bolo, entrecerrando los ojos.
–Sí, eso decía la Cefapedia –responde Ko–Ko.
–¿Seguro? ¿No sería pestígeno? Esto es irrespirable. ¡Qué horrible civilización!
–En fin, K–bolo, pongámonos de acuerdo respecto al lugar al que dirigirnos y acabemos cuanto antes con esto.
Que las dos cabezas de Alburkia–57 se pongan de acuerdo en algo es una circunstancia poco usual que da clara muestra del rechazo que les genera el tercer planeta del Sistema Solar. Debieron haber parado en el segundo. Avanzan entre el gentío que camina de un lado a otro, dedicándoles miradas de desconcierto y hasta de miedo. Ellos, por su parte, manejan las piernas y el resto de su cuerpo en busca de algún tipo de ayuda para reparar su OVSICQN (Objeto Volador Sí Identificado. ¿Cómo Que No?).
–¿Qué es ese dispositivo que llevan los humanos? –pregunta K–bolo–. Parecen conectados a él. ¿Acaso un cargador de energía vital?
–La Cefapedia dice que se trata de un teléfono móvil, para comunicarse entre ellos.
–Pero si se ignoran por completo.
–Tal vez lo hagan por telepatía.
Mientras caminan, K–bolo no puede dejar de comparar esa horrible Tierra con su Uribi natal, un planeta donde las hermosas campiñas violáceas se extienden por millas y más millas. Los árboles de pipa crecen por doquier, proporcionando una sombra agradable, mientras el maguelio sopla, fresco y puro, ondeando la tersa superficie del lunio, el líquido elemento. Los recuerdos y emociones forman parte de su ser, mientras que la lógica y la resolución de problemas moran en el amplio habitáculo de Ko–ko. Este, por su parte, le da vueltas a lo sucedido y trata de dar con una solución. Su compañera de hombros está demasiado ocupada profundizando en recuerdos inútiles y estúpidas comparativas que no los ayudarán. ¡Qué duro es ser una cabeza pensante pegada a otra incompetente! –piensa Ko–ko, para sí. Ella no lo merecía. Ese cuerpo debería pertenecerle por entero porque, además, posee un rostro mucho más agraciado. Pero las vías de la galaxia son inescrutables y le han enviado una complicada prueba.
–¡Eh, K–bolo! Mira allí.
El interpelado se fija en un edificio que se alza en mitad de los demás. No es más alto ni el más llamativo, pero la Cefapedia les ha lanzado un aviso como punto de destino. Hay humanos saliendo de él y otros, accediendo a su interior a través de unas largas escaleras que conducen hasta los altos portones de madera.
–¿Qué es?
–No lo sé, pero tal vez pueda ayudarnos. Acerquémonos.
Recorren la distancia que los separa de aquella hermosa fortificación y Alburkia al completo recula cuando los portones crujen para abrirse ante él.
–Deberíamos irnos –propone K–bolo, siempre emocional, dejándose arrastrar por miedos y temores infundados.
–No seas idiota. Solo es un acceso –replica la siempre racional Ko–ko.
Cuando las puertas se han abierto, observan una sala amplia y bien iluminada por el astro terrestre que penetra desde todos sus ventanales. De pronto, la gente ha desaparecido y allí no hay nadie. Ko–ko hace avanzar una pierna y K–bolo la hace retroceder. Y después de unos minutos pareciendo tonto, Alburkia al completo accede al interior de aquel sitio, espantando el miedo de un plumazo. O algo parecido.
–Qué extraño lugar –musita Ko–ko–. Con lo bien que estaba yo en casa.
–Aquí la Cefapedia no funciona –añade K–bolo.
Esta última busca entre sus recuerdos para ver si puede dar con algún tipo de información que clarifique qué sitio es ese y tras una ardua labor de recopilación, lo consigue. Los ordenadores de la nave le mostraron antes algo parecido.
–Una biblioteca –murmura.
–¿Y eso qué es? Ko–ko alza la vista, curioseando en los altos techos, donde se dibujan hermosas pinturas con motivos celestiales.
–Un sitio donde se guardan libros.
–¿Y qué son los libros?
–Cunas del saber humano. Aquí podríamos dar con la solución a nuestro OVSICQN.
A K–bolo casi se le parte el cuello cuando Ko–ko toma el control sobre el cuerpo y avanza hasta situarse frente a una de las enormes estanterías que se disponen, de manera ordenada, en el lugar. Saca un libro y lo coloca sobre la mesa que queda delante; después, abre las páginas.
–¿Qué es todo eso? –pregunta Ko–ko–. ¿Tienes algún recuerdo sobre informaciones pasadas?
–En efecto. Parece ser que se llaman letras. Los humanos leen paseando su vista por estos símbolos tras haber aprendido a descifrarlos.
–Galaxias, qué complicado. Anda, saca la ventosa lectora.
La mano derecha que está más cerca de Ko–ko le pega una ventosa a K–bolo en su frente, unida por un pequeño cable al otro extremo del cual también hay una ventosa, que adhiere al libro.
–Lee tú –exclama Ko–ko–. No solo de recuerdos vive uno. También te iría bien algo de información. –Tú guardas la lógica y la resolución de problemas –se queja K–bolo.
–¡Shhhhhhh!
K–bolo chasca la lengua, resignado, y se centra en su labor de lectura ventosil.
De pronto las dos cabezas se vuelven hacia el lateral, desde donde ambas, con sus finos oídos
–K–bolo más que Ko–ko– han oído algo. Un hermosa mujer asoma entre los anaqueles. Lleva un bonito vestido blanco de gasa, algo más pomposo en su parte inferior, donde se bordan flores doradas. De pronto despliega unas preciosas alas turquesa que dejan caer brillos sobre sus hombros y hasta el suelo. Durante su grácil descenso, se escuchan campanillas, música celestial y novedosa para los oídos ultrafinos de K–bolo –algo menos los de Ko–ko–.
–¿Qué es eso? –pregunta este último.
–No lo sé –responde K–bolo, fascinado–. El resto de humanos no tenía alas, ¿verdad?
–¿Alguien ha llegado a este planeta inmundo ante que nosotros?
La chica aletea y alza un viento fresco y agradable que sacude las páginas del libro que K–bolo leía. Desprenden con ella una fragancia que los abraza, y sonríe mientras parece danzar a través de la sala. Albrukia al completo recula viendo cómo la joven desaparece con un giro que solo deja tras de sí aquel brillo tintineante que se esfuma pronto en el suelo, como la nieve. La biblioteca queda sumida en una profunda oscuridad.
–Todo esto es muy raro –farfulla Ko–ko–. ¿Y el Sol? ¿Ha explotado ya?
–No digas tonterías.
De pronto, las paredes caen como si fueran enormes cartones de una caja desplegándose hacia fuera y lo que antes era una jungla de asfalto, muestra ahora un campo en flor con un elegante castillo alzándose en la lontananza y un cielo tan azul que hasta duele mirarlo. Una cristalina cascada desciende desde lo alto de una escarpada loma y serpentea, juguetona y alegre, partiendo la pradera en dos.
–No está tan mal este sitio… –murmura K–bolo, fascinado–. Hasta se puede inhalar.
–Pero no tiene lógica –responde Ko–ko–. Esto no era lo que había antes fuera.
Un alarido en el cielo los hace alzar las cabezas para divisar a un enorme dragón que eclipsa el sol por un momento.
–¿Estás seguro de que estamos en la Tierra? –quiere saber K–bolo, alarmado.
Ko–ko ya no responde. No puede.
El suelo tiembla, la tierra vibra y en pocos segundos los ven llegar: un grupo de hombres monta sobre hermosos corceles blancos y se dirigen a toda prisa hacia el abismo que pone límite al valle. Portan espadas plateadas, cuyas hojas refulgen con la luz del sol que incide sobre ellas. Parecen cabalgar a la caza del dragón y de pronto, cuando alcanzan la caída, los caballos despliegan sus alas, exhibiéndolas gloriosas y fuertes ante los atónitos ojos de K–bolo y Ko–ko, que ya no aciertan a decir nada más.
La oscuridad gana, entonces, terreno en el éter y una mujer gigante de oscuro manto tiende la noche serena, quebrando el disco dorado del sol con su espada negra. Cuando llega a la altura del astro une sus dos mitades de nuevo y la luz es, entonces, más suave. La luna. La mujer se pierde entre las montañas, tras la estela del dragón al que ha salvado la vida, protegiéndolo con la capa de sus tinieblas, y los hombres se disgregan, sobre sus monturas aladas convirtiéndose en estrellas.
K–bolo y Ko–ko mantienen la boca abierta y de pronto, el mundo desaparece hasta verse de nuevo en la biblioteca. K–bolo se sorprende con la ventosa lectora colgando de la frente pero sin estar adherida a libro alguno.
–¿Qué ha pasado? –pregunta Ko–ko.
–Quise leer esto… y todo se precipitó.
K–bolo coge el libro y lo cierra para leer la cubierta.
–Fantasía –pronuncia–. ¿Qué es fantasía?
–Magia humana capturada en un libro, diría. –Las dos cabezas se miran y sonríen–. Tal vez no esté tan mal después de todo este mundo… ni es esta raza.
–No, no lo está si son capaces de crear esto. Ha sido impresionante.
–Tal vez podríamos pasar una temporada en este planeta… y en este lugar –propone K–bolo, observando el entorno y la luz anaranjada que se cuela por las ventanas.
–De acuerdo.
En la estantería más alta, las risitas no llegan a ser audibles para K–bolo y Ko–ko.
–Admite que entre mis páginas hubieran aprendido y se hubieran curtido más –espeta el libro clásico de voluminosa tapa dura.
–Ja, ja, ja –responde el libro de fantasía con sorna. Su tapa es blanda y suave–. Ese chiste es más obsoleto que tu historia.
El libro clásico ríe y pasa un par de páginas con aire juguetón.
–No me hagas caso –responde, sereno–. Da igual en cuál de nosotros entren, quién nos haya escrito o a quién vayamos dirigidos. Somos páginas abiertas, viejo amigo y solo necesitamos mentes igual de abiertas y dispuestas a disfrutarnos.
–Exacto. Lógica, recuerdos, raciocinio… Todo eso está muy bien para ese par de cabezas, pero por los cielos, que no exista ninguna sin imaginación; libertad, todo al alcance.
Libro clásico sonríe y le echa una página sobre el lomo a su compañero, mientras siguen disfrutando del entusiasmo extraterrestre.
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